¡Hola, soy Magaliru! Nací en Lima, en febrero de 1951, como el cuarto hijo del matrimonio de mis padres, pero como el séptimo de mi padre (al menos, eso creía). ¡Es fascinante tener más de 70 al tiempo de actualizar este artículo!
Viví mi infancia en Chosica, Lima, Perú. No tengo muchos recuerdos de aquella lejana época. Solo unas cuantas fotografías que no me bastan para evocarlo todo. Felizmente, puedo recordar que me decían Magaliru. Mis tres hermanos mayores y sus amigos me decían Meguelirou, como imitando a un inglés diciendo Miguelito. Pero yo no podía remedarlos bien, de modo que decía Magaliru, y me quedé con el apodo durante mis primeros años de vida.
Cuando cumplí los cinco años de edad, nos mudamos a una casa que mi padre había adquirido en la calle Camino Real, en San Isidro, Lima. Me matricularon en el Nido Los Capullos, de Miss Kiriki, en la calle Vanderghen, donde aprendí algunas de las lecciones más significativas de mi vida, pero que al mismo tiempo resultó ser un reflejo de muchas experiencias posteriores.
Terminaba el año. Todos los niños caminábamos de la mano de nuestros padres entre los enormes mostradores de la escuelita, para que ellos vieran los diferentes trabajos manuales que sus hijos habían hecho durante el año.
Lamentablemente, entendí que los niños ahora pasaríamos por los mostradores para tomar lo que nos gustara y llevárnoslo como recuerdo. Así que cuando vi un elefantito blanco, estiré la mano y lo tomé. Pero inmediatamente, una de las maestras que vigilaba que todo marchara bien, se acercó y me lo quitó delicadamente de las manos, diciendo: "No, Miguelito, tú no hiciste esto. Ven por aquí y te mostraré cuál es el tuyo". Y me llevó sutilmente de la mano hasta otro mostrador y me entregó un objeto (que no recuerdo lo que era) y dijo: "Toma. Este es tuyo". Ese incidente dejó una huella y varias lecciones imborrables en mi corazón.
Terminado el nido, mis padres me matricularon en el colegio Inmaculado Corazón, de San Isidro, y con ello, escogí las clases complementarias de piano, ya que en casa teníamos dos hermosos pianos, y mi padre, madre y hermanos mayores tocaban piano.
Lamentablemente, la monja que me daba las clases de piano me daba una feroz bofetada cada vez que me equivocaba una nota, y me gritaba con voz de lora: "Do it again!!". Y supongo que le dolía la mano (me daba con ganas), y no pocas veces añadía un golpe en la cabeza con sus nudillos. Supongo que dolía, porque luego me pellizcaba la papada, alzándome del asiento y entonces me dejaba caer, y volvía a chillar: "Do it again!!". Fue uno de mis primeros episodios de bullying
Le supliqué a mi padre que por favor me retirara de las clases de piano. Pero nunca le dije por qué. Sentía temor de que me culparan de exageración o fragilidad (¡Qué iban a creerme si les decía que una monjita tan linda -porque era guapa- me había hecho eso! Ella podría enterarse de que yo la había delatado y me colgaría de otra parte. No thanks!). Así abandoné para siempre mis clases de piano, y con ello, supongo que una brillante carrera como concertista (porque la música siempre fue, es y será mi pasión).
Aunque durante la primera parte de mi vida asimilé aquellos incidentes con la monjita, después empecé a notar cierta tendencia en mí. Me ocurría lo que a cualquiera le sucede en un restaurante, pero con una intensidad estresante. Uno pide algo y, cuando están a punto de servirle, ve que alguien ha pedido algo aparentemente más rico en otra mesa. Entonces uno quisiera cambiar la orden, pero se da cuenta de que es mejor atenerse a su decisión. En otras palabras, me quedo con las ganas. Y lo más doloroso es que cada vez que me ocurre eso, se enciende automáticamente, es decir, involuntariamente, la pantalla de mi mente y veo a aquella monja abofeteándome, dándome cocachos y alzándome de la papada. Extraño, pero real. Es lo que yo llamo, una "regurgitación del inconsciente".
A veces me saltan las lágrimas de pensar lo que hubiera sido mi vida si hubiese tenido una verdadera maestra de piano. Abandonar mis estudios de música a los 5 años de edad fue como cortar de raíz un sakura. Cuando miro un sakura pienso hasta dónde pude haber llegado, y me conmuevo. Pero dejándome de tristezas, ¿qué puede ocurrir con un niño que recibe una buena formación musical? Pues, cuando se hace mayor puede escoger una carrera en la música, y ya sea que se dedique al arte clásico o moderno, lo hará muy bien.
Miyata Ryôhei, Presidente de la Universidad National de Bellas Artes y Musica de Tokio (Tokyo Geijutsu Daigaku), dice, recalcando la importancia de tratar bien los primeros brotes:"Para evaluar apropiadamente lo que vemos, debemos tener un ojo discernidor. Las circunstancias que nos rodean cambian rápidamente y a menos que nos reflejemos incesantemente en nosotros mismos y en lo que nos rodea, y nutramos nuestro ojo discernidor mediante el diálogo continuo con los demás, dejarán de brotar los capullos de nuestra creatividad y nunca explotaremos todo nuestro potencial."
Ese no es un comentario de una persona que habla bonito y nada más, sino de alguien que entiende por experiencia la estrecha relación que tienen las relaciones humanas con la explotación del potencial de la creatividad de los estudiantes. Por ejemplo, las chicas del grupo Rin' no son unas improvisadas, sino egresadas de la Universidad National de Bellas Artes y Musica de Tokio. Son un tributo vivo a sus maestros.
En secundaria no me fue mucho mejor. Al terminar el tercero de secundaria en el Inmaculado Corazón pasé, como la mayoría, al colegio Santa María, de San Isidro, donde ya no me daban bofetadas, sino me levantaban de las patillas. Es cierto que todos los niños somos traviesos por naturaleza, unos más que otros, y que no siempre estudiamos tanto que regocigemos el corazón de nuestros padres y maestros, pero, ¡vamos, hombre! alzar a un niñito de las patillas y sacudirse los pelitos de las manos ante sus ojos... no creo que sea mejor que levantarlo de un pellizco en la papada.
De manera que cuando el Brother Salvattore Ligamaro inició sus clases de judo, me uní al grupo. Porque me decía para mis adentros: "Voy a entrenar bien para conseguir un cinturón negro, y un día le voy a dar el tortazo de su vida al que se atreva a tocarme las patillas". Pero solo fue un sueño porque practiqué nada más que un año y nunca pasé al cinturón amarillo.
En primaria yo había sido bastante callado. No me gustaba el fútbol. Cuando mis compañeros de clase formaban sus equipos (entre ellos, Tito Drago, padre de Titín), yo me sentaba en la banca a mirar el partido, y pensaba: "¿Por qué tienen que desesperarse tanto estos patas por meter la pelota en el arco, como si fuera un asunto de vida o muerte?". No me daba cuenta de que estaban proyectándose hacia el futuro, para cuando tuvieran que convertirse en profesionales y arremeter todos contra todos. Por un lado, el fútbol me aburría, y por otro, yo no podía explotar mi pasión por la música, de modo que me quedaba en la banca.
Pero ahora que había entrado a la pubertad la cosa se ponía más interesante. A uno le comienzan a crecer ciertas partes del cuerpo más que otras, preparándose para la adolescencia, y una de esas partes fue la bemba (los labios), y mis compañeros comenzaron a llamarme "Lumumba", por un político de África que en esos tiempos salía acada rato en las noticias. Bueno, creo que desde muy niño yo ya era bastante jetón, jajajaj.
Un día me dije: "¿Qué puedo hacer para que me respeten? Porque no es apropiado que siga permitiendo que me llamen así". Y por esos días apareció la primera versión de la película Zulu, en la que los ingleses y los africanos se enzarzaban unos contra otros en feroces combates. Todos vimos la película y nos pareció impactante. Antes de lanzarse a la guerra, el jefe Zulu profería un poderoso grito de motivación, y a mí me gustaba imitar sonidos y voces. De modo que imité el grito a la perfección.
Un día, unos compañeros de clase propusieron un juego. Los de menos peso montarían sobre las espaldas de los compañeros más fuertes y formaríamos equipos de caballería para enfrentarnos en una guerra en el campo de fútbol. Mi caballo en el juego era nada menos que Raúl Cabada. formábamos un equipo formidable. Él por su fuerza y resistencia, y yo por mi fragilidad y habilidad para patear al oponente. Por ser frágil, a Raúl le resultaba muy sencillo arremeter una y otra vez con ganas al enemigo. ¡Qué partido de fútbol ni qué partido de fútbol! Esto sí me gustaba. Locuras de adolescentes.
De modo que todos concordamos y formamos varios equipos. Lo que nadie imaginó fue que justo antes de comenzar el primer combate comencé a vociferar el gritó de los zulúes, imitando al sambo de la película, y fue tan real que todos se arrastraron de la risa. ¡Les encantó! Mi equipo se sintió fortalecido y fuimos a la carga. Hicimos estas guerras muchas veces, y nos divertimos hasta el cansancio. Desde entonces, acepté que me llamaran Zulu. Cuando me decían Lumumba no hacía caso, pero cuando me decían Zulu, sí. Han pasado más de 40 años desde entonces. Y me han pasado tantas cosas que, si las contara, no cabrían en un libro.
Muchas veces me ha quedado un sinsabor al término de cierta labor, como si hubiera podido hacerlo mejor. Y miro a otra persona y veo cómo su éxito aparentemente ha sido más bonito y gratificante que el mío, como aquel elefantito blanco de mi niñez. Sí. Me quedo con ganas de hacerlo mejor. Eso me marcó de por vida.
Con el tiempo me alivió averiguar que aunque me gustaban las cosas bien hechas no era un perfeccionista. Porque "perfeccionista" es aquel que nunca termina lo que hace, porque nunca le satisface el trabajo final, por eso sus obras suelen quedar inconclusas. Cuando dejo algo inconcluso no se debe al perfeccionamiento, sino al hecho de que me distraigo con otras cosas. Además, cuando termino algo, lo aprecio al máximo, aunque no me agrade del todo.
De todas maneras, a veces sentía que quería tener lo que otros tenían, pero me di cuenta de que eso era normal, que no se trataba de codicia, sino de un sentimiento natural que todos tenemos. La codicia es, en cambio, un deseo distorsionado, descontrolado y ambicioso. Es diferente. Es egoísta.
A los 70 (Feb., 2021)
Para cuando escribí originalmente este artículo, en 2008, tenía 57 años de edad y un baúl repleto de recuerdos muy interesantes. Hoy que lo reviso (2022) he llegado a los 71. Tengo una esposa, una hija, un yerno y un nieto.
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