Mi hija Paloma



"¡Akitoy!"

Cuando jugábamos a las escondidas con nuestra hija y no lográbamos encontrarla, de repente saltaba sobre nosotros gritando "¡Akitoy!" . En la foto, la primera vez que fue al colegio. Completamente en control de su situación.

Hoy es una mujer casada, tiene su propio hogar, pero se llevó a su casa una bolsa llena de enseñanzas, anécdotas y recuerdos que continuarán moldeando su vida... y la de sus padres. Ahora, cuando tiene algún problema o se siente triste, recuerdo aquel grito de felicidad, y le digo cariñosamente: "¡Akitoy!" que llegó a ser para mí un sinónimo de "cuenta conmigo", el estímulo más poderoso que puede darse a una persona, el hombro siempre disponible y el brazo donde lo necesitas.

En el proceso de criarla, yo también aprendí mucho de ella. Por ejemplo, recuerdo que le daba sermones acerca de la perseverancia, la persistencia y de la importancia de apegarse a un propósito. Y un día, cuando ella tenía unos 9 años de edad, llegó del colegio y exclamó: "¡¡Ayyy!!, ¡¡Se me cayó un arete!!". Ese día aprendí dos cosas: 1) Cuán importante es no dejarse vencer, y 2)cuán importante es un arete para una mujer.

Trató de recordar en qué lugares había estado y dónde pudo habérsele caído. Mi respuesta simplona fue: "Olvídalo, hijita, ya deben de haberlo pisoteado diezmil personas", a lo que ella dijo: "¡¡Noooo!! Era el recuerdo de [no sé quién]. Acompáñame a buscarlo.

- ¡¡Qué!! ¿Se te botó la canica? Vivimos en el sexto piso de un edificio en Magdalena, tu colegio está en Miraflores, se te puede haber caído en la combi, en cualquier calle, en cualquier escalera. No creas que me vas a convencer de un proyecto tan loco. Además, tengo muchas cosas que hacer.

- Pero papi, tú has dicho que uno debe luchar por conseguir lo que uno quiere.

- Si, mi hijita, pero no me refería a buscar un arete por toda la ciudad, sobre todo si sé que hay una cantidad astronómica de probabilidades de que no lo encuentres.

- Pero es que es el recuerdo de [no sé quién]

- Sea lo que sea, ya lo debe de haber pisoteado un carro. Mejor olvídalo.

- No. Tengo que ir a buscarlo. O me acompañas o me voy sola.

- Hija, acabas de llegar del colegio, estás agotada, tienes que hacer tus deberes para mañana, no has almorzado, a esta hora todo el mundo sale del colegio y de las oficinas, hay miles de personas en las calles. ¿Cómo vas a encontrar una bolita tan pequeña en toda la ciudad?

- Bueno, me acompañas o me voy sola. Tú has dicho que uno debe hacer un esfuerzo e insistir para conseguir las cosas (eso de hacer una milla extra).

Y se alistó para salir. "Me encontré con la horma de mi zapato", pensé, y vi sometida a una prueba de fuego todos los sermones que le había dado acerca de la perseverancia. Ese "tú has dicho que" me resonaba en el cerebro como un taladro. ¡Qué flojera tener que arreglarme y acompañarla, solo para demostrarle que a veces hay cosas que tenemos que dar por perdidas, y punto. Bueno, me alisté y empezamos a rastrear todas las grietas y vericuetos que veíamos en el camino. Parecíamos sabuesos buscando un prófugo.

Anduvimos media cuadra y no hallamos nada. Yo seguía con mi perorata: "No lo vamos a encontrar", y ella respondiendo: "Tú has dicho que uno no debe decir 'no lo voy a encontrar', sino '¿dónde puede estar?', para programar el cerebro positivamente". En otras palabras, mientras yo trataba de desanimarla, ella me embutía una cucharada de mi propia medicina. Opté por callar y buscar. Y así avanzamos una cuadra, luego dos, y tres, y cuatro, y ella repetía: "Mira bien, papi, puede estar en cualquier sitio". Yo miraba aquí y allá, aunque confieso que no con muchas ganas.

Así continuamos lo que, en mi opinión ya parecía una terquedad absurda. Caminamos una cuadra más, luego otra. De repente, llegamos a la avenida Brasil, donde ella tomaba la combi para ir a su colegio, y le dije: "No me digas ahora que vas a subirte a una combi para ir hasta el último paradero, ubicar al chofer de la combi en la que viniste; o tomar una de regreso al colegio para rastrear todas las cuadras, todo el Parque Reducto y bla, bla, bla, bla...".

Y ella gritó: "¡¡¡Acá estáaaaaa!!". Por un instante me corrió por la mente que esta bandida estaba fastidiándome para alegrarme un poco, pero no. Se agachó, estiró la mano al borde de la avenida, exactamente junto al sardinel, y levantó su arete.

- ¡¡Ves, papi!! ¡¡Ves, papi!! -repetía una y otra vez con una sonrisa de oreja a oreja-. Tú me enseñaste que hay que perseverar, y encontré mi arete. Gracias por acompañarme, creo que sola no lo hubiera logrado.

Increíble. Sencillamente, sentí una bofetada en el rostro. Mi conciencia me decía: "¿Y ahora qué vas a decir, pedazo de idiota? Tú hija encontró su arete, y tú jurabas que no iba a encontrarlo. ¿Ahora qué vas a decir?".

Le estreché la mano y le dije: "¡Felicitaciones, hija! Has aprendido una gran lección. Que si uno persevera, lo consigue". Me hice el sabio. Pero después reconocí humildemente ante todo aquel a quien se lo contaba, que yo mismo había aprendido más de ella por sus acciones que de oír mis propios discursos de motivación. Realmente me quedé muy impresionado por lo ocurrido.

Por eso, siempre me acuerdo del arete de mi hija cuando siento que las cosas no me funcionan. No digo que no aceptaré nunca una derrota o un "no" como respuesta. A veces, debo resignarme. Pero nunca me dejo vencer por la menor impresión de que no va a funcionar. Pienso que tal vez sea solo una cuestión de insistir um pouco mais.

¿Y cómo será el día que ya no pueda decirle: "¡Akitoy!", porque deba irme a mi cama de tiempo indefinido? Para eso dejé este blog y todos mis libros. Para que pueda leerme cuando quiera y sentir que aún puedo decirle: "¡Akitoy!".

Dios nos ha dado el recuerdo como uno de sus regalos más preciados. Porque sigue latiendo en nuestras mentes y corazones aún mucho tiempo después de que las personas ya no están entre nosotros. Recordarlas es revivirlas.

Anécdotas

Un día, mientras ella jugaba con las vecinitas, oí que una de ella comenzó a gritar: "¡No se junten con Paloma! ¡No se junten con Paloma!". Entonces, pausé un momento y pensé en las posibles implicaciones negativas que podría tener tal actitud en su carácter y personalidad. De modo que llamé a la niña que estaba gritando, y le dije: "¡Pierinna, ven!". La niña vino, y le pregunté: "¿Por qué estás diciendo que no se junten con Paloma?". Ella se llevó las manos a la cintura y alzó la barbilla con orgullo, diciendo: "¡Porque ella no cree en papanoel!", refiriéndose a Santa Klaus, el icono de la Navidad.

Me puse a pensar cuidadosamente en los efectos que tan inocente bullying podría causarle. Así que me pareció prudente preguntarle. La llamé y le dije: "Entra". Estaba tranquila y no se la veía triste ni afectada. "¿Qué piensas de que tu vecinita esté diciéndoles a todos los niños que no se junten contigo?". Su respuesta fue directa y simple: "¡Allá ellos, que quieren creer en un viejo borracho!". Francamente, me sacó de cuadro. Yo pensaba que estaría afectada en su amor propio, pero no. Todo lo contrario. Se sentía muy segura de sí misma. En realidad, no le importaba que ellos creyeran otras cosas.

Pero ¿de dónde sacó eso de viejo borracho? Porque nunca le enseñamos cosa semejante. Por eso le pregunté: "¿De dónde sacaste eso de viejo borracho? ¿Quién te enseñó eso?". A lo que respondió: "Nadie. Pero papá, ¿no te has dado cuenta de la narizota roja de papanoel? ¿Acaso los borrachos no tienen la nariz roja?". Y me dejó en una pieza. No supe qué contestar. Pero no quise darle más vueltas al asunto y lo di por terminado. El bullying no le había hecho mella. Tampoco me pareció prudente quitarle esa idea de la cabeza, puesto que era un concepto que ella se había formado del icono navideño, además de que su forma de pensar, aunque yo no hubiera estado de acuerdo, la había salvado de recibir un impacto desagradable.

En otra ocasión nos acompañó a comprar sus útiles escolares, entre ellos, unos bonitos cuadernos de colores. Las clases comenzaron a fines de marzo. En mayo, ella me preguntó: "Papá, ¿cuándo vamos a usar los otros cuadernos?", y yo le dije: "No sé. Pregúntale a la miss". Cuando fui a recogerla, la maestra me abordó delante de ella diciendo en tono autoritativo y poco amable: "Sr. Ruiz, tenemos que hablar. Va tener que enseñarle modales a su niña". Le contesté: "¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?". Ella dijo: "En plena clase alzó la voz y me dijo: 'Miss, ¿qué ha hecho con mis otros cuadernos de colores?". Entonces le dije: "¡Ah! Entiendo. aboche ella me preguntó por qué no estaba usando los otros cuadernos de colores, y yo le dije: 'No sé. Pregúntale a tu maestra'.

Seguramente la maestra pensó que yo me iba a avergonzar, como otros padres, y que yo hubiera reaccionado como otros padres, diciéndole: "Tienes que respetar a la maestra, así no se habla a la maestra", avergonzándola. Pero como era evidente que la maestra estaba llamándole la atención de manera que me pusiera a favor, es decir, en contra de mi hija, me vi forzado a poner en su lugar a la maestra, diciéndole: "Bueno, ella solo le hizo una pregunta inocente porque tenía curiosidad sobre sus cuadernos. Ahora bien, yo no estoy en clase, así que, de los modales en el salón, debe encargarse usted. Para eso le pago". Y me quedé allí para ver cómo me respondería. Pero no dijo nada. Solo se ofuscó, dio media vuelta y se retiró.

Entonces, Paloma me dijo: "Papá, ¿dije algo mal?", a lo que le contesté: "No, hijita, todo lo dijiste muy bien. Pero sería bueno que cuando hables a la maestra, le digas las cosas con mucho cariño. Por ejemplo, antes de hacerle una pregunta podrías decirle: "Miss, ¿me permite hacerle una pregunta?". Entonces, cuando ella responde: "Sí", le dices: "He notado que no estamos usando nuestros otros cuadernos de colores, ¿podría saber por qué?". Ella dijo: "Ah, ya papi. Porque siempre que le hago una pregunta, ella suspira diciendo: '¡Tenía que ser Paloma!', como si estuviera molesta". Y yo le dije: "No está molesta, hijita, es solo que no sabe la respuesta", es todo.

Nuestra hija nos hizo muy felices, nos dio un yerno maravilloso y un nieto extraordinario. No tengo dudas de que todo lo que venga después siempre será bueno para todos.


Arriba: Mi nieto Alejandro Cabrera con Palomita

Abajo: Paloma y su esposo, Daniel Cabrera Chaparro



Al tiempo de actualizar este artículo, junio de 2021, Paloma tenía 39 años de edad, habiendo demostrado ser una hija extraordinaria, digna de todos los elogios. Generalmente supo tomar buenas decisiones y cosechó los buenos frutos. Puedo morir tranquilo sabiendo que supo hacerse cargo de su propia vida siendo una fuente de motivación para los que la conocieron. 

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